Publicado en el periódico Faro de Vigo, el lunes 2 de enero de 2023
Cuando en esta última temporada se le preguntaba por el estado de salud del papa emérito Benedicto XVI a su fiel e inseparable secretario, el arzobispo Georg Gäenswein —a quien la revista Vanity Fair dedicó una portada con la frase «ser guapo no es pecado»—, la respuesta sincera solía ser reiteradamente: «está muy débil y dada su edad cada día se va apagando como una velita». En la mañana del 31 de diciembre de 2022, quien desde la barca de Pedro había sido en estas décadas, una espléndida luminaria de doctrina y un faro seguro y orientador, se apagó silenciosamente, como se desvanece el pequeño cirio en la oscura nave de cualquier ermita.
Siempre, hasta en el final, me impresionó la inefable sensatez de este intelectual contemporáneo y teólogo genial. Solo en su físico me pareció pequeño y escaso. En todo lo demás: doctrina, piedad, prudencia, actividad pastoral, dialogo ecuménico, previsión del futuro, me pareció grande, magno y enorme.
Benedicto XVI merece sobradamente ser declarado pronto santo y “doctor de la Iglesia”, porque la grandeza de tal doctorado deviene no solamente por la profundidad de su magisterio y de sus escritos personales como teólogo genial, sino también por haber sido un gran maestro —en las decisiones complicadas, que hubieron de tomarse en los pontificados de san Juan Pablo II y en el suyo propio—, buscando el bien de la Iglesia y nunca el suyo personal.
La experiencia de los últimos años del pontificado de Juan Pablo II supusieron para Benedicto, una extraordinaria lección de la que supo colegir el riesgo de imprevisibles consecuencias que nos acarrearía en su caso una muy larga sede vacante. Por eso el 11 de febrero de 2013, con 85 años y a los ocho de pontificado, de manera imprevisible para todo el mundo, que no para él, manifestaba, santo y sabio: «Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras… para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado». Repito, tal reflexión solo nace en una cabeza muy lúcida y de un corazón santo y generoso.
Y así sin más, Benedicto se retiró hasta su muerte a la residencia “Mater Ecclesiae”, en los jardines vaticanos para dedicarse a la oración y al estudio. No han sido pocos los que han sabido valorar acertadamente esos gestos históricos como propios de una profunda espiritualidad ajena al pufo remilgoso y beatón. Benedicto con su renuncia concluyó sin alaracas un pontificado lleno de frutos para la Iglesia y para la historia porque solo quiso ser, como dijo al ser elegido, “un humilde obrero en la viña del Señor”. Y vuelvo al estribillo: cabeza muy lúcida y corazón santo y generoso.
El papa Benedicto nos enseñó también con esa decisión, seguramente más fácil para un alemán tan práctico como espiritual, la más clara e importante de sus enseñanzas magisteriales: «que la fe y la razón van de la mano, ensanchando el horizonte de la razón para no caer en fanatismos irracionales y abriendo el horizonte de la fe para no asfixiar al hombre en un bunker materialista».
En la hora del adiós —porque ya habrá momentos para exponer más detenidamente su opera magna—, se me ocurre aplicarle a él lo que en la audiencia del 2 de junio de 2010, dijo de su admirado santo Tomás de Aquino: «en aquel momento de enfrentamiento entre dos culturas —ese momento en que parecía que la fe tuviese que rendirse ante la razón— mostró que ambas van juntas, que cuando aparecía la razón incompatible con la fe, no era razón, y cuanto parecía fe no era fe, si se oponía a la verdadera racionalidad; así él creó una nueva síntesis, que formó la cultura de los siglos sucesivos».
Gracias, papa Benedicto XVI, que has querido vivir hasta apagarte humilde como una velita en la oscuridad, porque brillarás para siempre como estrella lúcida en el firmamento de la iglesia y en el magisterio honesto de la humanidad.