Publicado en el periódico Atlántico Diario el lunes 2 de enero de 2023
Recuerdo aquel 19 de abril de 2005 cuando, poco antes de las seis de la tarde, comenzó a salir la fumata blanca que anunciaba la elección del nuevo Papa. Me encontraba en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Era un integrante más de aquella muchedumbre de personas que prorrumpió en aplausos y aclamaciones cuando el cardenal protodiácono pronunció el «Habemus Papam» —«¡Tenemos Papa!»—.
El elegido era el cardenal Joseph Ratzinger, quien escogió para sí el nombre de Benedicto XVI. De modo tímido, saludó a los fieles desde el balcón principal de la Basílica: «Después del gran Papa, Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un sencillo, humilde, trabajador en la viña del Señor». Delante de mí estaba un grupo numeroso de seminaristas del Colegio Norteamericano de Roma que mostraban un entusiasmo incluso superior al que se suele ver en un animado partido de béisbol. El 24 de abril, en una soleada mañana, tuve también el privilegio de participar en la Misa del Inicio del Pontificado.
En esos días, paseando por el puente de Sant’Angelo, me encontré con el cardenal Carles, entonces arzobispo de Barcelona. Lo saludé y le agradecí que los cardenales hubiesen regalado a la Iglesia un papa como Benedicto XVI. Él me contestó sencillamente: «Hemos elegido al mejor». Era una certeza que muchos compartíamos. La excelencia de Joseph Ratzinger era tan destacada que sería imposible ocultarla: como teólogo y profesor, como arzobispo de Múnich y Frisinga, como Prefecto de la Congregación de la Fe en Roma… Y, estaba seguro de ello, también como Papa.
Los ocho años de pontificado (2005-2013) así lo han demostrado. También el inédito acto —en tiempos contemporáneos— de su renuncia, al igual que estos casi diez años vividos como Papa emérito. Su figura se agrandará aún más con el tiempo. Benedicto XVI era un Papa muy querido por los fieles, muy respetado por muchos intelectuales y también muy combatido, especialmente por ciertos sectores de la prensa alemana —quien haya leído la biografía escrita por Peter Seewald puede verificarlo—.
Amante de la belleza de la liturgia, respetuoso con la tradición de la Iglesia, ha sido, a mi juicio, el más moderno de los papas; aquel que más a fondo ha pensado la relación entre Cristianismo y Modernidad, entre fe y razón, apostando siempre por ser un “colaborador de la verdad”. Verdad y amor van de la mano: «El amor —caritas— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta», escribió en su tercera y última encíclica.
Su principal legado es, a mi juicio, además del testimonio de su vida, su enseñanza sobre la centralidad de Dios para la vida de los hombres. En la Plaza del Obradoiro, el 6 de noviembre de 2010, lo expuso con su habitual maestría, refiriéndose de modo especial a Europa. La aportación principal de la Iglesia a Europa «¡se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre». Este Dios, de primera necesidad para los hombres, lo ha traído Jesucristo al mundo, tal como podemos leer en su espléndida obra Jesús de Nazaret.
Benedicto XVI acaba de cruzar el umbral hacia la otra vida, entrando en el misterio de Dios. No dio este paso solo, sino sostenido por el afecto y la oración de la Iglesia y de tantos hombres de buena voluntad. Como él dijo al comienzo de su pontificado: «Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni tampoco en la muerte».
Su vida en la tierra no ha sido inútil; ha dejado mucho poso. Le pedimos a Dios que el papa Benedicto nos siga acompañando desde el cielo.