23 de abril de 2024

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San Jorge
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Enseñó con la palabra, la vida y la sangre

Enseñó con la palabra, la vida y la sangre
Foto: El padre Manuel Gómez junto a su monaguillo Adilio.

Publicado en el periódico Faro de Vigo, el domingo 4 de septiembre de 2022

A muchos portugueses les escuece que el santo canonizado con más celeridad después de su muerte, San Antonio de Lisboa, sea universalmente conocido como san Antonio de Padua, puesto que fue en esa ciudad donde más tiempo vivió, predicó y murió. Algo parecido pudiera ocurrirnos con el tiempo a los diocesanos de Tui-Vigo con un santo “de casa” en origen, pero que con seguridad no le van a canonizar ni va a lucir por el mundo el gentilicio “de Ribarteme”. De hecho, ya en la actualidad se viene celebrando cada 21 de mayo, desde el 2007 en Rio Grande do Sul (Brasil), la fiesta litúrgica de los patronos de la diócesis de Frederico Westphalen, que son los Beatos Manuel y Adílio, su monaguillo. Porque fue efectivamente en aquel territorio brasileiro, tan lejano a nosotros y a la civilización, en donde el entonces misionero en aquellas tierras -que yo invocaré como “Beato Padre Manuel de Ribarteme”-, recibió la corona del martirio tal y como lo proclama ahora universalmente el Martirologio Romano: “En Três Passos, Brasil, los beatos Manuel Gómez González, presbítero, y Adílio Daronch, joven acólito suyo, mártires”.

Pero imagino que ahora mismo son escasos también entre nosotros los que conocen el impactante ejemplo del Padre Manuel de Ribarteme. No ocurre así en el territorio en el que ahora es copatrono en donde sí que goza de gran veneración desde su martirio, mucho antes de que Juan XXIII erigiera esa diócesis en 1962.

El Padre Manuel nació el 29 de mayo de 1877 en San José de Ribarteme (As Neves) siendo el primogénito de una familia de campesinos: José Gómez Rodríguez y Josefa Durán González. Tras hacer los estudios eclesiásticos en el seminario de Tui, fue ordenado presbítero en su catedral en 1902. Estrenó el ministerio sacerdotal durante un breve período en esta diócesis, como coadjutor de la Parroquia de As Neves, pasando más tarde a ser párroco en varias feligresías de Braga cercanas a Valdevez y Monçao. A causa de la persecución religiosa tuvo que buscar refugio en Brasil. En ese nuevo destino pasó por varias parroquias, hasta que fue nombrado párroco de Nonoai, donde “con tenacidad y gran celo apostólico logró vencer la indiferencia de mucha gente…llevando a cabo una labor pastoral tan intensa que en ocho años cambió el rostro de la parroquia, cuidando también de los indios”. Así promovió y organizó la catequesis; impulsó la participación en los sacramentos y, a la vez, contribuyó a mejorar la calidad humana en la vida de los fieles. El Padre Manuel recorría a lo largo y a lo ancho el territorio de su inmensa parroquia, fundando pequeñas comunidades en las que procuraba al unísono la promoción humana y la tarea evangelizadora.  Dado que no había escuelas en aquellos lugares, abrió una en su propia casa y en ella enseñaba gratuitamente a niños y adolescentes. “Además, como había gran carestía de todo, construyó un horno para la fabricación de ladrillos; así pudo edificar la casa parroquial y varias viviendas para la población, que destinó a los más pobres…. Restauró la iglesia y se esforzó por fomentar el cultivo de arroz y patatas”. Con esas frases sintetizan su testimonio quienes le conocieron, que añaden: “el Padre Manuel fue un sacerdote alegre y caritativo”; “ todo un sacerdote según el corazón de Cristo”. 

Cuando eclosionó la revolución de 1923 por las nuevas disputas entre maragatos y chamangos, por la zona de Río Grande do Sul hubo mucha violencia y derramamiento de sangre. Ante una población dividida y con miedo, la comunidad cristiana encontró consuelo en su pastor que no se arredró y en sus homilías invitaba constantemente al respeto y a la comprensión.

En la homilía de la misa de beatificación de los Siervos de Dios Manuel Gómez González y su monaguillo Adilio Daronch, el 21 de octubre de 2007 en Frederico Westphalen, el Cardenal José Saraiva Martins describió así su martirio: “Un día, el obispo de Santa María, pidió al sacerdote español que fuera a visitar a un grupo de colonos brasileños de origen alemán instalados en la floresta de Três Passos. El padre Manuel emprendió el viaje, acompañado del joven Adílio, sin preocuparse de los peligros de una región sacudida por movimientos revolucionarios. En un primer momento se detuvo en Palmeiras y no dejó de exhortar a los revolucionarios locales al deber de la paz, al menos en nombre de la fe cristiana. Sin embargo, a los más extremistas no les agradó la intervención del sacerdote, y tampoco el hecho de que dio sepultura con piedad cristiana a las víctimas de las bandas locales. Prosiguieron después su viaje (…) y el 20 de mayo de 1924, el padre Manuel celebró por última vez la santa misa. Los fieles indígenas avisaron al sacerdote del peligro que correría si penetraba en la floresta… Al llegar a un emporio, en busca de informaciones sobre cómo llegar a los colonos de Três Passos, se encontraron con algunos militares que, amablemente, se ofrecieron para acompañarlos. En verdad, se trataba de una emboscada organizada premeditadamente. El padre Manuel (47 años) y su fiel monaguillo Adílio, que entonces sólo tenía dieciséis años, fueron llevados a una zona remota de la floresta, donde los esperaban los jefes militares… los dos compañeros de martirio fueron atados a dos árboles y fusilados, muriendo así por odio a la fe cristiana y a la Iglesia católica. Era el 21 de mayo de 1924”.

Verdaderamente este sencillo hijo de labradores de Ribarteme es para nosotros todo un orgullo. Y un ejemplo para cuantos en el mundo busquen la justicia y la paz por encima de cualquier ideología. También de él puede decirse que “verbo vita et sanguine docuit”, que “enseñó con la palabra, con la vida y con la sangre”.

Mons. Alberto Cuevas Fernández

Sacerdote y periodista

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