Artículo publicado el sábado 17 de abril en la edición especial «Catedral de Santiago, antes y después de una restauración histórica» de El Correo Gallego.
Llegué a Santiago de Compostela con diez años. Allí se acababa de inaugurar el nuevo seminario menor construido sobre las rocas del monte de Belvís. Desde aquella atalaya adiviné duran-te largos días los misterios de una ciudad que, a tiro de piedra, se mostraba impenetrable e inaccesible.
Los seminaristas íbamos a la Catedral en las grandes fiestas del calendario cristiano. Apelotonados entrábamos en aquel espacio tremendo y fascinante, repleto a rebosar y espléndido en su refulgir. Allí estaba la gloria de Yahvé y el coro de los ancianos. Todo reflejaba majestad e infundía reverencia. Escudriñábamos aquellos espacios infinitos y nuestros ojos no se cansaban de ver los ritos indescifrables de una liturgia de hombres transformados. Las largas e interminables procesiones eran la pura encarnación de los cortejos del rey David. Cuando retornábamos a nuestros claustros espartanos, aquellas imágenes eran el alimento cotidiano de una imaginación sorprendida. Estos primeros encuentros en la Catedral marcarían nuestras vidas para siempre.
Del monte de Belvís a la Catedral hay un recorrido del mayor interés que se inicia en la rúa de san Pedro. Era nuestro camino de Santiago que en tales ocasiones recorríamos engalanados con nuestros uniformes impecables. Para nosotros, ir a la Catedral era la ocasión de sumergirnos en la realidad del mundo para conocer la vida de la gente. Nos adentrábamos en el corazón de la ciudad que, para muchos de nosotros, seminaristas venidos de aldeas campesinas, era la ocasión de descubrir un mundo nuevo y sorprendente. Hasta que entrabas en la plaza del Obradoiro y entonces todo cambiaba. De repente sentías que algo dentro de ti te pedía concentración. Algo nuevo y diferente iba a acontecer en tu vida porque entrabas en el lugar sagrado que te abría a otra dimensión. Lo que allí acontecía era algo completa-mente diferente de las cosas que habías encontrado en las calles de la ciudad.
Las peregrinaciones infantiles de aquellos seminaristas dejarían huellas muy diversas con el paso de los años y de futuras decisiones. Algunos de nosotros viviríamos, muchos años después, en la cercanía física de la Catedral, incluso, en su servicio cotidiano. La impresión de los años primeros fue moldeándose con el correr del tiempo y de las nuevas responsabilidades. Una cosa no cambiará en nuestro modo de sentir la Catedral. Su espacio sagrado alberga un misterio único que el paso de los años no hace más que aumentar.
Haber tenido la fortuna de escuchar a gran-des personalidades del saber humano sobre la Catedral es el inmerecido pago que todos hubiéramos deseado. Lo mismo que haber podido vivir experiencias únicas como la de aquella mañana en que un maestro compostelano de la historia del arte nos reúne a un puñado de amigos para visionar la primicia de un corto en el que dice con autoridad que el Daniel del Pórtico de la Gloria es la primera vez en la historia en que la piedra labrada son-ríe. Todo nos habla de la grandeza inmortal en la historia y en el arte del conjunto catedralicio compostelano. Sin embargo, el misterio de Compostela va más allá de la belleza incomparable de sus formas geniales. El misterio de la Catedral se adentra con tal potencia en el corazón humano que lo transforma.
El misterio de la Catedral es la capacidad transformadora del espíritu humano que tiene. Ese es, por encima de todos, su gran valor. En ella se aúnan la excelencia de las formas con huellas históricas que se enraízan en profundos sentimientos humanos que brotan siempre de nuevo cuando traspasas el umbral de aquellas puertas. Hay algo único en ese conjunto catedralicio que, como dice el profeta Ezequiel, hace que recobren vida los huesos muertos. Cualquiera que haya ejercido el ministerio de acoger a los peregrinos que llegan y entran en la Catedral sabe el magnetismo que esa presencia transmite. Cada uno lo llamará como quiera, sin que pueda sustraer-se a la evidencia de tales efectos.
El templo primitivo fue erigido para marcar y honrar una tumba en la que se custodian los restos de un apóstol, Santiago el hijo del True-no. Allí han de peregrinar reyes y mendigos afrontando las más duras pruebas para llegar a la casa del señor Santiago, protector insigne y poderoso. Vienen fatigados del camino, pero han aprendido todas las lecciones de la vida. Necesitan esperanza y fuerza para volver a creer en la vida. Es lo que encuentran en aquel sepulcro en torno al que crece un lugar santo del que surgen un templo y una ciudad.
Compostela y su Catedral son la meta de un Camino, de todos los caminos, de cualquier ca-mino que uno haya recorrido. Cuando entras en la casa del señor Santiago nadie te pregunta por qué estás aquí, ni por dónde has venido ni si eres de los nuestros. Lo que ha de ocupar a todos es atender al peregrino para que se sienta en la casa de Dios, en su casa. Y entonces ocurre el milagro del reencuentro con uno mismo, con lo más profundo de nuestro ser, y con Santiago y con Dios. Lo que hay que evitar es el ruido, la vulgaridad, la provocación, la altanería y la desconsideración. Solo hay que acoger con respeto y sensibilidad por-que todo lo demás lo hace el santo apóstol y su casa, la Sión del Finisterre.
Lo que el peregrino descubre en la Catedral es una realidad que se le desvela en un espacio y en un tiempo que le acoge y le transforma. Allí todo lo sensible se desborda y se extasía. La potencia de Santiago tiene que ver con su espacio abierto concentrado. Así la Catedral de Santiago es el Pórtico de la Gloria, el Códice Calixtino, la Torre del Reloj, pero es también el Palacio de Gelmírez, la Plaza del Obradoiro, la Corticela y el muro de san Pe-layo. Es un espacio configurado por genios de muchos siglos que han hecho posible que los tiempos se unan en un presente continuo. Allí se produce el encuentro de la eternidad y el instante donde la diversidad se concentra y lo particular se ensancha.
En Santiago siempre fueron sagrados el espacio y los tiempos y han de serlo para siempre. Nunca la Catedral se impuso como espacio excluyente, pero la ciudad necesita preservar el santuario cuidando su misterio y protegiendo su entorno. Ahí está la gran tarea de los tiempos presentes. Cuidar de que la ciudad no envejezca ni se desvirtúe y haga posible que el santuario y su espacio mantengan en el tiempo la capacidad de transformación que le es esencial.
Las grandes obras de restauración llevadas a cabo en la Catedral como preparación para este Año Santo son un acontecimiento extraordinario que muestra ante los ojos del mundo entero el carácter icónico del templo compostelano, a la vez que pone de relieve la conciencia que Galicia y sus instituciones tienen del deber conservarlo y protegerlo.
Cuidar el legado de la Catedral de Santiago es la herencia que hemos recibido de la tradición de nuestros mayores. Continuar hoy esa misión nos exige ser conscientes y fieles al misterio que allí se encierra y perpetúa.