Palabras pronunciadas durante la acción de gracias de la misa exequial de don Antonio R. Suárez.
Conocí a D. Antonio en septiembre del 2006, cuando el CEU me contrató para la Escuela de Magisterio. Él había sido director durante 30 años de esta misma institución y hacía poco tiempo se había jubilado. Vino a saludarme pocos días después de mi llegada, de esto ya hace 15 años. En este tiempo que llevo en la Escuela de Magisterio he escuchado numerosos testimonios de cariño y de aprecio tanto de los profesores como del personal y sobre todo de antiguos alumnos de la Escuela. Estas manifestaciones han sido más frecuentes en los primeros años de su enfermedad y recientemente ante su muerte.
Comencé a tener contacto personal con él a los pocos meses de mi llegada, me invitó a dar catequesis en su parroquia a los niños de primera comunión. Yo, que venía de la enseñanza superior, tenía mucho interés en conocer el mundo de la educación infantil y primaria y acepte con mucho gusto. Pronto me fui dando cuenta de su valía, sentí que había encontrado un interlocutor de lujo. Tuve la suerte de trabajar un poco en la parroquia en la que además de D. Antonio, había un grupo de colaboradores laicos comprometidos y disponibles.
Quisiera ahora resaltar algunos de los rasgos de su personalidad que más me impresionaron. Era un hombre muy trabajador, asumía muchas responsabilidades y no ahorraba un esfuerzo por ayudar. Creo que más que trabajador podría decir que era un hombre abnegado, verdaderamente abnegado, entregado plenamente a su trabajo de parroquia. Parecía que sólo vivía para los demás y no tenía vida propia. Algunos de sus colaboradores se quejaban de que se excedía en el trabajo y no cuidaba su salud.
Otra característica que destacaba era su capacidad de escucha. Atendía sin prisas, con atención, siempre discreto y respetuoso, transmitiendo paz y serenidad. A pesar de sus responsabilidades dedicaba mucho tiempo a escuchar y a orientar a los que se acercaban. Pasaba muchas horas en la parroquia tanto por la mañana como por la tarde.
Un hombre muy caritativo. Sentía las dificultades y los problemas de los otros como propios y quería remediarlos. Ayudaba lo más posible con el dinero de caritas y cuando este no era suficiente ayudaba con su dinero personal. Esto lo pude ver en varias ocasiones.
Hombre inteligente y profundo, hombre brillante. Amante de la buena lectura. Le regalé algunos libros con motivo de la navidad, mucho más sencillos que sus libros de cabecera, con temas de actualidad. Siempre los leyó. Me los devolvía unos meses más tarde para que se lo regalase a otra persona. Me daba su valoración “bueno, muy bueno, lo he leído dos veces”. Me preguntaba sobre algunos detalles, quería saber más. Recuerdo que en una ocasión le invité a leer un artículo sobre ideología de género. Lo leyó con detenimiento, me hizo muchas preguntas y desde entonces se interesó en el tema. Descubrí un juicio sereno, objetivo, profundo, amplio.
Por ultimo quiero hablar de su dimensión religiosa. Era un hombre de fe profunda y sólida, de una entrega total. Una de las manifestaciones de esta fe que a mí me impresionaba eran los minutos después de la misa. Dejando otras cosas, se arrodillaba cerca del altar y oraba en silencio. Parecía sumergido en un profundo diálogo con Dios, todo lo que había alrededor pasaba a segundo plano. Esta fe profunda la manifestaba también en comentarios sencillos. En una ocasión le oí comentar que tenía que caminar mucho por prescripción médica y procuraba caminar todos los días y en ese silencio de sus largas caminatas sentía a Dios cerca y presente en su alma. Manifestaba que su vida espiritual con los años se había simplificado mucho.
Fueron muy importantes las manifestaciones de fe en sus últimos cinco años postrado en una cama de la residencia sacerdotal. Tuvo que sufrir mucho al pasar de una vida muy activa a una vida completamente pasiva y aparentemente inútil. Cinco años sin poder caminar, alimentado por sonda, sin poder hablar, experimentando un deterioro progresivo difícil de describir. Le pregunté varias veces si se quejaba a Dios, respondía un no rotundo con su cabeza y afirmaba con claridad que ofrecía a Dios sus sufrimientos. Pocos minutos antes de su partida, en el momento de recibir la unción de los enfermos, al acercarle el crucifijo, lo besó reiteradamente como lo había hecho muchas veces a lo largo de su enfermedad y seguramente de toda su vida.
Agradezco a Dios haber tenido la suerte haberle conocido y estoy segura que tenemos en cielo un gran intercesor.