Acaba de aparecer en la Editorial CCS la “Novena a San Roque”, que tiene el acierto pastoral y el estilo litúrgico que sabe imprimir a las novenas que ya ha escrito Guillermo Juan Morado: oraciones sencillas y piadosas, textos bíblicos apropiados para cada día, reflexiones tomadas del Magisterio pontificio y de los más estimados escritores sagrados y preces enlazadas con la actualidad de la vida cristiana… Y todo ello engarzado de manera breve y muy aprovechable pastoralmente. Una vez más, gracias, por este subsidio tan apto para la sana piedad del pueblo cristiano.
Reproducimos a continuación la Introducción a la novena escrita por su autor.
Introducción
“Jaque de aquí con este santo Roque,/ peste cruel, que quiere Dios que aplaque/ este bordón con su divino jaque/ todo peligro que a los hombres toque”. Así comienza un soneto de Lope de Vega en el que, sirviéndose de una comparación con el juego del ajedrez, celebra el poder del santo protector de la peste.
San Roque tuvo que lidiar con la terrible amenaza de la peste; baste pensar que vivió en el azotado siglo XIV. Como peregrino, se dirigió a Roma, asolada por la epidemia, y desplegó una actividad taumatúrgica y caritativa: curar y consolar. Él mismo se contagió en Piacenza, siendo expulsado del hospital y de la ciudad. Se refugió en un bosque, camino de los Alpes, en una pequeña cabaña donde esperaba la visita de la muerte. Pero la providencia no le abandonó: un perro le llevaba el pan y le lamía las llagas, hasta que finalmente superó la enfermedad.
Tras su muerte, fue enseguida venerado como santo. Su iconografía nos resulta muy cercana: se le representa como un joven peregrino, con una pierna al descubierto que muestra una llaga y, a su lado, un perro con un pan en la boca. A menudo le acompaña un ángel.
San Roque, y quienes lo invocaban como protector frente a la peste, eran muy conscientes de su vulnerabilidad. Sabían muy bien que podían ser heridos o recibir lesión, física o moralmente. Se relacionaban, de modo cotidiano, con la muerte, encarándola, afrontándola.
Se dice que los jóvenes tienden a creerse invulnerables. No deja de ser una pretensión ilusoria. Les queda, previsiblemente, mucha vida por delante. Pero ese proyecto puede trucarse en cualquier momento, hoy mismo o mañana.
Pero no solo los jóvenes, sino también los que habitamos en países “avanzados”, sea cual sea nuestra edad, tendemos a cubrirnos, a refugiarnos, bajo una capa de protección que intenta ocultar o ignorar la amenaza de la muerte. Nos parapetamos tras nuestras perfectas (imperfectas) democracias, nos cobijamos en la tranquilidad de nuestros sistemas de salud, esperamos que el Estado impida o palíe los males mayores.
Pero la ciencia, la tecnología, la administración política y los demás muros que nos proporcionan abrigo no siempre resultan inmunes al soplo cercano de la muerte. En ocasiones, ese soplo resuena muy cerca; tan cerca que es capaz de hacernos pasar del anonimato impersonal del “se muere” (siempre otros y siempre lejos) a la constatación de que, pese a todo, nosotros – yo, tú – y aquí somos también mucho más vulnerables de lo que estábamos dispuestos a admitir.
Quizá, por ello, en momentos de una pandemia como la que estamos padeciendo en los momentos de redactar este libro – en la Semana Santa de 2020 – o en otras situaciones de necesidad, tengamos la ocasión de ser más lúcidos para intentar contemplar con serenidad la muerte, reconciliándonos con nuestra vulnerabilidad. Y, como San Roque, ser capaces, personal y socialmente, de dispensar curación, consuelo y esperanza en la providencia. “Jaque de aquí con este santo Roque, peste cruel”.
Guillermo Juan Morado
Párroco de san Pablo. Vigo