19 de abril de 2025,
San León IX
FOTO.- El obispo de Mondoñedo-Ferrol, D. Fernando G. Cadiñanos, pregonero de la Semana Santa de Vigo | © Diocese de Tui-Vigo

El lunes 24 de marzo, la concatedral-basílica de Santa María acogió la lectura del pregón de la Semana Santa de Vigo 2025, a cargo del obispo de Mondoñedo-Ferrol, monseñor Fernando García Cadiñanos. El acto, con el que se inaugura la programación prevista para la semana grande de la fe católica, contó con la presencia de diversas autoridades eclesiásticas, civiles y militares, el obispo emérito monseñor Luis Quinteiro así como por primera vez nuestro obispo  don Antonio Valín Valdés. 

24 de marzo de 2025 — Concatedral-basílica de Santa María

O primeiro que me gustaría manifestar é o meu agradecemento pola oportunidade que me concede a Xunta de Confrarías da Semana Santa de Vigo para proclamar este pregón. Ben sabedes que, o xénero do pregón, é un xénero complexo e difícil, que ten unha particularidade moi especial porque ha de harmonizar o saber e a elocuencia, o coñecemento do que se pregoa coa palabra fermosa e ben escollida, tentando tecer belas imaxes que inspiren soños, eleven o ánimo e provoquen desexar o que se pregoa. Non é un sermón, tampouco é unha clase. Non é unha conferencia onde se trata de ensinar e comunicar algo, senón que é fundamentalmente unha invitación e provocación a vivir, gozar, contemplar e agradecer aquilo que nos dispoñemos a celebrar.

O que fai diferente o pregón, por tanto, non é o que vai acontecer, que xa é coñecido e sabido e está suficientemente suxeita na memoria colectiva. Atrévome a afirmar sen equivocarme que moito mellor coñecido e sabido que o que este pregoeiro pode saber da Semana Santa de Vigo. O que fai diferente o pregón son as palabras do propio pregoeiro porque, do que permite falar un pregón, non é tanto do que acontece senón do que a un lle acontece cando se vive aquilo que vai suceder. Para que serve un Pregón de Semana Santa?, podémonos preguntar. Si, para que sirve se xa coñecemos o que nos vai dicir, do que vai falar, o que vai anunciar? Pois, en último termo, serve para escoitar a alguén falar da súa propia fe. Serve, en definitiva, para poder entoar e cantar de novo e en público coas palabras do salmista: “As misericordias do Señor, cada día cantarei”. “Porque é eterna a súa misericordia”…

Como Pablo de Tarso dirigiéndose a la comunidad cristiana de Corinto, hago mías sus palabras ante este meritorio auditorio: “Cuando vine a vosotros a anunciaros el testimonio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo y este crucificado. Me presenté a vosotros débil y temeroso; mi palabra y mi predicación no fue persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (I Cor 2, 1-5).

Sí, un pregón es una profesión de fe. De esta manera, aunque los acontecimientos sean y nos suenen como los de siempre, cada pregón será una confesión nueva. La propia y particular expresión de fe del que os habla. De esta manera, se entremezclan permanencias y novedades, identidades y diferencias: la misma fe, los mismos acontecimientos, las mismas tradiciones… pero diferentes voces y vivencias que lo expresan. En cierta manera, si me lo permitís, es lo mismo que acontece cuando escuchamos una pieza musical famosa que, aun siendo la misma partitura, su interpretación es diversa, particular y genuina.

Así sucede también con las diferentes expresiones de nuestra Semana Santa. Sabéis que procedo de las tierras del norte de nuestra Galicia, de las que algunos reivindican como una quinta provincia en nuestra tierra. Allí se celebran dos Semanas Santas que tienen el título de Interés Turístico Internacional. Las traigo aquí a colación, no para minusvalorar la que hoy nos convoca, ni mucho menos, sino para presentarlas también como dos formas muy diferentes en su cercanía geográfica de vivir un mismo acontecimiento: la de Viveiro, mucho más tradicional y unida al alma franciscana y dominicana que las vio nacer, y la de Ferrol, mucho más abierta y cosmopolita, con aires del sur peninsular. Sin duda, la vuestra de Vigo es diversa y complementaria a estas; es propia y singular, la mejor porque es la vuestra. Lo que nos muestra que estamos ante un acontecimiento, el Misterio de la Muerte y Resurrección de Jesús que nos disponemos a celebrar, que nunca se agota en una única forma, que nunca puede ser experimentado completamente. Su repetición en el tiempo y en los diferentes espacios y culturas hace que se actualice pluralmente e históricamente en cada época, generando así nueva vida, ilusión y esperanza.

Podemos decir que cada Semana Santa tiene un alma, un cuerpo y un ropaje. Cuidemos con esmero cada aspecto, sin olvidar que el alma, invisible, es la que otorga sentido al conjunto. Porque el alma es lo que alimenta al resto, es el motivo que permite que todo tenga vida y sentido, es el núcleo que posibilita la vida y el futuro del conjunto. El cuerpo sería el sujeto que habita el alma a través del cual se actúa y se ejecuta, se realiza y se desarrolla, se vive y se celebra. Así, si el alma de la Semana Santa es la fe y la experiencia que de ella se deriva, el cuerpo de la Semana Santa es la comunidad cristiana y, especialmente, sus cofradías: ellas son el sujeto principal que están llamadas a dar vida con belleza y armonía a esa alma, a expresarla y ejecutarla, como manifestación de la comunidad cristiana de la que participan. Por último, el ropaje es la vestidura final que adquiere formas diferentes en función de la cultura, el momento histórico y la época que vivamos. Por eso cada traje es distinto, y podemos hablar así de diferentes Semanas Santas, como las de Galicia, las de Castilla o las de Andalucía… Pero, amigos, no nos quedemos en los trajes, no nos fijemos solo en los ropajes…: cuidemos especialmente el alma y velemos también porque haya un sujeto capaz de expresarla de forma elocuente y atrayente. Aquí radica la importancia de una buena formación espiritual en vosotros, queridos cofrades y en todo el santo pueblo de Dios, para que el alma y el cuerpo sean capaces de expresarse con sus mejores trajes.

Desde lo dicho hasta aquí, me parece de gran hermosura y grandeza el acontecimiento que acaece. En cierta manera, su universalidad y particularidad expresa la tensión latente que hoy se presenta en tantas cuestiones de nuestra época y que producen tantas fricciones. Me refiero a la tensión entre el todo y la parte, entre el común y la singularidad, en definitiva, entre la globalización y el localismo tan invocado. Sí, la Semana Santa es un acontecimiento universal, conocido por todos porque es para todos: la muerte y la resurrección de Jesús. Pero, por otro lado, se trata de un hecho que tiene también consecuencias particulares y que cada uno, tanto personal como colectivamente en su cultura más cercana, acoge, vive y expresa de manera singular. Ciertamente, algo grande y especial está a las puertas de nuestras vidas: ¡no lo dejemos pasar!

Me gustaría también, permitidme una segunda licencia, invocar también a un personaje común entre estas tierras de Vigo y mi hogar mindoniense. No podría faltar en este pregón. Me refiero al gallego universal D. Álvaro Cunqueiro que tanto nos une y que con sus escritos se dedicó a describir el alma de nuestra tierra y de nuestra gente. Una tierra que, en estos días, donde como diría el poeta, “el tiempo se detiene, las leyendas cobran vida y la fe se respira en cada rincón”. Sí, así sucede siempre en estos lares, pero especialmente en la Semana Santa. En efecto, durante estos días podemos decir que el tiempo se detiene, y de esta manera las tradiciones aprendidas de nuestros padres y de nuestros abuelos cobran nueva vida en cada uno de nosotros para enseñárselas así a nuestros hijos y a nuestros nietos en una urgente y necesaria comunicación de la fe. Y también la fe se respira en cada rincón de esta tierra que, en cierta manera, se convierte toda ella en un templo público y abierto donde entra la humanidad entera. Porque durante la Semana Santa, Vigo es un tapiz de emociones, una sinfonía de fe que se despliega entre el murmullo del mar y el latido del corazón de nuestra ciudad. Vigo se viste, en medio del bullicio y su carácter cosmopolita, en lugar de recogimiento y fervor, espacio donde el olor a incienso, el sonido de los tambores y la emoción contenida de un pueblo se vive intensamente; un tiempo donde el mar y la fe se funden en un mismo horizonte, y donde nuestra ciudad se convierte en un gran escenario de cine para narrar la película del amor más grande jamás contado, el amor de todo un Dios que se desangra por nosotros.

«La Semana Santa es un viaje interior», nos diría Cunqueiro, un viaje que nos lleva a recorrer los caminos del dolor y la esperanza, de la muerte y la resurrección. Un viaje que nos invita a encontrarnos con nosotros mismos, con nuestra propia humanidad, con nuestra propia fe.

Un viaje hermoso y difícil, personal y comunitario, histórico y actual, experiencial y único para el que, en efecto, debemos prepararnos si queremos disfrutarlo y aprovecharlo más y mejor. Eso explica, sin duda, la necesidad de un pregón que lo anuncie y lo prepare. Se convierte así, el pregón, en una guía de viaje que te adelanta aquello que has de disfrutar, en lo que debes introducirte, en lo que debes palpar por ti mismo… No tendría sentido, pues, este pregón si no te llevara a vivir mejor este viaje que Dios ha preparado para ti. ¡Prepárate para el viaje!

Se trata de un viaje interior para el que se requieren dotes de investigador porque hay que buscar huellas, tantear el terreno y fijarse bien, como el ojeador hace cuando va a la caza, o el periodista cultiva al escribir su crónica, o el niño disfruta al experimentar por primera vez…

Sí, me parece bien que el pregonero os invite a tener mirada de niños en esta Semana Santa. Así nos lo decía el Maestro: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en Reino de los Cielos”. Siempre me ha llamado la atención la mirada de los niños. Me río por dentro cuando ellos me observan admirados cuando voy vestido con mis insignias episcopales. ¿Qué pensarán? me digo. ¿Qué ideas y aventuras imaginarias les vendrán a la cabeza?

El niño es, sobre todo, el que es capaz de vivir la vida, cada momento con sorpresa. El que ha perdido la capacidad de sorpresa ha dejado de ser niño y comienza a ser un viejo desaborido… Renovemos, pues, nuestra mirada esta Semana Santa, descubriendo la novedad en lo que quizás ya sabemos. Saboreemos cada instante, liberándonos de la rutina. No permitamos que la costumbre opaque la capacidad de asombro. Os invito, pues, a abrir los ojos del alma y contemplar con la frescura de un niño lo que está por venir.

No me cansaré nunca de repetir que, a pesar de lo que creamos, la semana santa es, sobre todo, para entrar en los templos. Allí, la comunidad cristiana actualiza el Paso del Señor junto a nosotros. Es en la liturgia donde acontece lo más grande e importante, donde se vive en profundidad lo que estos días celebramos. En la liturgia del Triduo Pascual, plagado de signos y ritos, de tiempos y cadencias, se expresa de la mejor manera posible el inalcanzable misterio de lo que nuestra mente no llega a comprender. Las emociones, los gestos, las palabras, la música, el silencio, las flores… nos ayudan a penetrar en el Misterio del Amor de un Dios que quiere hacer historia de amistad contigo. Así es nuestra liturgia que, como pedagoga, nos introduce con símbolos en lo que el corazón busca y desea, en lo que la inteligencia no llega a comprender del todo.

En este viaje interior por nuestra liturgia, ¿por qué no alabar a ese Cristo que el Domingo de Ramos es aclamado con ramos como nuestro Rey? ¿Por qué no agradecer el aceite que se hace óleo, crisma y unción bendita durante la Misa Crismal presidida por el obispo con su presbiterio? ¿Por qué no anonadarse también nosotros con el gesto de humildad que el sacerdote repite cada jueves santo al lavar los pies a los hermanos como señal de servicio y de solidaridad? ¿Por qué no dejarse embargar del silencio y la belleza que se desprende ante el Monumento de Jesús Eucaristía que, en cada iglesia, se hace al finalizar cada Eucaristía del Jueves? ¿Por qué no saborear el beso de amor al crucificado que se da durante la liturgia del Viernes Santo? ¿Por qué no llenarse de paciencia y silencio, como María cada Sábado Santo? ¿Por qué no quemar en el fuego pascual de la Vigilia el hombre viejo que debe de ser destruido? ¿Por qué no dejarse seducir por las historias que durante la vigilia pascual se nos narran como historia de salvación? ¿Por qué no explotar de alegría ante la victoria de Cristo sobre la muerte? ¿Por qué no cantar, en la aurora de la Pascua, el Aleluya de la alabanza por la libertad?

Pero la Semana Santa también es para vivirla fuera de los templos. La misma sorpresa que se abre a la sabiduría y a la experiencia es la que te invito a tener también en la calle, cuando goces del espectáculo espiritual y pedagógico de educación en la fe, que se muestra viendo a las familias acudir masivamente a la «procesión de la borriquilla» en la Puerta del sol, el domingo de Ramos; precioso ejemplo de padres cristianos que pretenden hacer entender a sus hijos que, los que somos de Jesús, hemos de ponernos de su parte en todo lugar y circunstancia…; y cuando veas pasar la Procesión de la Pasión o cantes la Salve Popular a su finalización. O durante el Viernes Santo, en la procesión del Encuentro, del Santo Entierro, de la Soledad o durante su Vía Crucis en el Monte de la Guía…

Vigo, con su alma marinera y su espíritu acogedor, se viste de gala para vivir su Semana Santa. Sus calles, plazas y templos se convierten en escenarios de fe, donde la devoción se manifiesta en cada mirada, en cada paso, en cada plegaria. Desde el Domingo de Ramos, cuando las palmas y los olivos ondean al viento, hasta el silencio sobrecogedor del Viernes Santo, Vigo se transforma en un escenario sagrado. Las procesiones, serpentean por nuestras calles, iluminadas por la luz tenue de los cirios y el resplandor de la fe.

No me digáis que no hay contraste estos días en nuestras rúas y plazas, siempre repletas de ajetreo, consumo y carreras, cuando son atravesadas por esos tronos pesados y lentos que portáis vosotros, queridos cofrades, con las imágenes llenas de belleza del Nazareno de Teis, o Nuestro Padre Jesús del Silencio, o cuando contemplamos al Cristo de la fe portado tradicionalmente por miembros de la Policía Local, o al Crucificado, o a la Virgen de la Amargura, de la Soledad y esas otras que tú bien conoces… Al ver estas escenas llevadas a hombros y expuestas a la mirada pública de toda la gente, yo siempre me pregunto: ¿Qué pensarán, qué dirán, qué sentirán nuestros paisanos? ¿Qué le vendrá a la mente al ateo, al indiferente, al agnóstico, al creyente de otras religiones, al joven descreído, al adulto desesperanzado, al sabio resabiado, al que ya está de vuelta de todo…?

Algunos sonreirán. Otros elevarán una plegaria o pensamiento. Muchos se darán la vuelta. Alguno se interrogará. La mayoría no comprenderá, se quedará en un espectáculo… Y, sin embargo, nuestros cortejos procesionales quieren ser un anuncio, una propuesta, una buena noticia para todos, un mensaje de salvación y de vida… No alabamos la muerte, ni el dolor, ni el sufrimiento, ni la penitencia… Presentamos el Amor, la Entrega, la Donación, la Esperanza, la Vida…

Sí, en medio de las masas que salen a las calles para ver el espectáculo, me parece que se hace realidad, una vez más, el Evangelio que se proclama: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que YO SOY”. Y en otro lugar señala: “Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”. ¿No os parece que desde lo alto de los tronos estamos mostrando la auténtica verdad de nuestro Dios, un Dios cercano, humano, que comparte con nosotros nuestra dicha, pero simultáneamente grande, fuerte y poderoso en su misericordia? Sí, en ese “yo soy” es donde se manifiesta la identidad más clara de nuestro Dios y de nuestra fe. Sí, en este Dios anonadado es cuando mejor se nos revela el Dios Altísimo y Todopoderoso que hoy le mostramos sufriente, compañero, amigo y Salvador. Sí, esa Cruz que se eleva y donde convergen las miradas de todos es la que nos une y vincula en nuestra pluralidad y dispersión para formar un único pueblo, una única raza, un solo rebaño “donde no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre o mujer”. En torno a la Cruz se genera la necesaria y urgente fraternidad humana.

Por eso, en la liturgia de nuestros templos y en los templos de nuestras calles levantemos a Aquel a quien tenemos que mirar para descubrir nuestra propia identidad y las respuestas al misterio de lo que somos. Levantémosle para que le podamos volver a mirar y adorar. “Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en la vida eterna”.

Porque nuestros cortejos procesionales no pretenden invadir ni molestar, sino que son una oferta de vida, no piden nada, sino que lo ofrecen todo. Nuestro mensaje no quiere imponerse, sino que se ofrece para posibilitar nuestra libertad. Nuestra voluntad, la de la Iglesia a través de sus cofradías, es presentar ante el mundo las heridas de Cristo por las que se descubren las entrañas infinitas de su amor por nosotros. Se trata, sin duda, de un primer anuncio, de una presentación del centro de nuestra fe: Dios te ama y se ha entregado por ti, para que tengas vida, y vida abundante. Y para nosotros, queridos cofrades, es una manera de profesar nuestra fe. ¡Proclama con valentía tu experiencia del amor de Dios!

Una pregunta os quiero hacer: ¿Cuántas veces, a lo largo de nuestra vida, en el marco de la  celebración eucarística, no hemos exclamado aquello de: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección… Ven, Señor, Jesús”? Muchas, ¿verdad? Pues de eso se trata cada Semana Santa: anunciar la muerte, proclamar la Resurrección, animar nuestra esperanza en la venida de Cristo al que esperamos.

¿No os parece que en cada Semana Santa de Vigo se vive esta aclamación de una manera real y se convierte en una exclamación gozosa y humilde? Sí, es verdad. Anunciamos su muerte y proclamamos su Resurrección que es nuestra esperanza y la esperanza del mundo.

La esperanza… ¡qué gran virtud! Este viaje interior que te propongo durante esta Semana Santa se hace en un tiempo muy especial, este Año Jubilar de 2025 en el que celebramos, con toda la Iglesia, un Año para la esperanza. Nos sentimos “peregrinos en esperanza”.

Sin duda, la esperanza es esa virtud que hoy tanto necesitamos y que, en nuestro viaje, queremos encontrarnos. Estamos faltos de esperanza. Nuestro mundo vive al margen de la esperanza… ¡y la necesita tanto!

Seguro que compartiréis conmigo que muchas veces vivimos con el corazón como en un puño. A las dificultades personales, se unen los problemas globales de esta casa común, de esta aldea global que habitamos. Estamos marcados por el sufrimiento que provoca el escándalo de la inequidad, de la injusticia, de las diferencias sociales que no cesan, en definitiva, de la pobreza. Una pobreza que está en la base de la violencia y de las guerras de nuestro mundo, de las situaciones de sufrimiento de tantos migrantes que huyen de sus países y no reciben la necesaria acogida, de los conflictos que tanto nos preocupan…

Nuestra desesperanza ante la gravedad de los problemas y de los retos que hemos de afrontar como comunidad se incrementa viendo el panorama de nuestros líderes políticos y económicos incapaces de ejercer una buena política y de ordenar una justa economía capaz de orientarse hacia el bien común de todos y cada uno. Ellos, que están llamados a dar esperanzas a nuestro mundo, nos sumergen más en la preocupación. ¡Qué tristeza y miedo siente uno cuando se descubre en manos de quién estamos y quién son los que dirigen nuestro mundo! Con preocupación vemos cómo afloran caudillos y falsos mesías que prometen, con sus mensajes populistas, soluciones fáciles y mundos idílicos que resultan del todo imposibles. Y las esperanzas de nuestro pueblo quedan sin ser acogidas.

Nuestros miedos se incrementan ante los retos culturales que hemos de afrontar, en una sociedad líquida donde las certezas se desvanecen, ante el reto del post-humanismo y la inteligencia artificial que cuestionan lo aprendido e inquietan y desafían el futuro y sobre lo que hasta ahora nos hemos construido.

Son tiempos, estos, de desesperanza cuando sentimos el desamparo de las instituciones que nos han acompañado y arropado hasta ahora y que, en un cambio de época, tanto se cuestionan y se reconstruyen de nuevo: la familia, el derecho, la enseñanza… y hasta la propia Iglesia que, como pecadora que es, también defrauda la vulnerabilidad de sus hijos más frágiles.

En este tiempo que vivimos, como Pedro también nos preguntamos: ¿a dónde acudiremos? ¿Dónde podremos encontrar la esperanza? ¿Acaso la Semana Santa puede ofrecernos un camino y una puerta para la Esperanza?

¡Sin duda! Durante este viaje interior que te invito a realizar y del que este pregón pretende ser una guía, nos encontraremos con una profunda experiencia de esperanza. Me atrevería a decir que con un caudal de esperanza que ha llenado la humanidad desde hace veinte siglos y que se nos ofrece gratis para todos. Es la misma que los apóstoles y la primera comunidad cristiana percibieron desde los inicios, en los acontecimientos que vamos a vivir, la razón para la esperanza de todos los tiempos.

¿De qué se trata?, me preguntaréis. ¿Qué es lo que les pasó a los protagonistas de esta historia que vamos a compartir? Pues mirad. Lo que vamos a hacer es contar lo que ellos nos contaron y que les cambió la vida, lo que ellos vivieron que les transformó la existencia: el paso de la oscuridad a la luz; el paso de la muerte a la vida; el paso del individualismo a la comunidad; el paso del miedo a la certeza; el paso de la desolación a la entereza; el paso del sinsentido a la plenitud…

Para comprenderlo con una historia os invito a adentraros en la experiencia de los discípulos que iban camino de Emaús. ¿Recordáis? Aquellos discípulos que regresaban desde Jerusalén a Emaús con el alma desolada pues la muerte de Jesús había truncado sus anhelos de un Reino venidero. Sus esperanzas y sueños se habían roto. La dura realidad de una aparente fracaso les había hecho regresar a su anterior vida cotidiana sin perspectiva. ¿No representan un poco nuestra humanidad descreída, desilusionada, desesperanzada, sin sueños ni creencias? Y, en medio de su situación hicieron ese viaje interior que yo os propongo: se encontraron con un crucificado, una cruz y un resucitado que les cambió la vida. Lo mismo que nosotros, durante estos días, ofrecemos a nuestro mundo.

Por eso tiene sentido celebrar después de 2000 años la muerte de Jesús como si hubiera sucedido ayer. Por eso se puede volver a mirar al madero para dejarnos emocionar al contemplar su cuerpo desnudo y ofrecido. Si todavía recordamos la muerte de Jesús es porque esta muerte cambió para siempre la imagen de la muerte, dándole un sentido nuevo. Si recordamos la muerte de Jesús, como nos advierte el cardenal Cantalamesa, “es porque la cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí. Más profundo que todo el odio y la maldad humana está el amor y la bondad de Cristo. La cruz se convierte en la proclamación viva de que la victoria final no pertenece a aquellos que superan a los demás, sino a aquellos que se superan a sí mismos; no a quienes hacen sufrir, sino a quienes sufren. Ella es el «No» definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que llamamos «el mal»; y, al mismo tiempo, es el «Sí», igualmente irreversible, al amor, a la verdad, al bien. «No» al pecado, «Sí» al pecador. Salve, oh cruz, esperanza única del mundo”.

Con esta esperanza acogeremos un año más la invitación y provocación que se escuchará, en la liturgia del Viernes Santo, en todos los templos de la catolicidad: “Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada, la Salvación del mundo. Venid a adorarlo”.

Sí, ¡mirad el árbol de la Cruz! Esa cruz que se yergue estable en medio de un mundo en constante cambio. Tu cruz nos enseña el camino, esa cruz que une el suelo con el cielo, esa cruz que se abre y se extiende de oriente a occidente, que prolonga el amor hasta los confines del orbe. Esa cruz que nos trae el perdón de Dios Padre…

¿Acaso os lo tengo yo que recordar, a vosotros vigueses y viguesas, que veneráis generación tras generación con tanto amor, y custodiáis con tanto esmero, la memoria del Cristo de la Victoria? ¿No es la Cruz de la Victoria, esa misma que el primer domingo de agosto os hace salir a la calle, la que descubrís y proclamáis como vuestra única y segura esperanza?

Sí, el Crucificado que es el Resucitado, es nuestra única esperanza. Hoy, más que nunca, necesitamos esa esperanza que brota del sacrificio de Cristo. En un mundo donde el individualismo y la indiferencia nos aíslan, la cruz nos recuerda el valor del amor fraterno, de la solidaridad, de la compasión.

Como nos dice el Papa Francisco: «La cruz es el signo del amor más grande, el amor con el que Jesús quiere abrazar nuestra vida». En medio de la desesperanza, la cruz nos ofrece un camino de reconciliación y paz. Por eso, en el logo del Año Jubilar que nos acompaña en tantos carteles, aparece una cruz que, si os fijáis bien, se convierte simultáneamente en ancla y mástil de vela… Vigo, que es ciudad marinera, comprende bien este símbolo: como ancla, la esperanza que brota de la cruz permite mantenernos firmes en medio de las tormentas y sufrimientos que tenemos que afrontar; como mástil de vela, la esperanza que brota de la Cruz es la que posibilita movernos y avanzar guiados por el Espíritu.

Porque “la cruz se comprende mejor por sus efectos que por sus causas”. Y ¿cuáles han sido los efectos de la muerte de Cristo vencida en su Resurrección? Respondamos con las palabras de San Pablo: “¡Justificados por la fe en Él, reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna!” (cf. Rom 5, 1-5). Y más adelante añadirá: “Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor”.

Un Crucificado, una cruz, un Resucitado. Aquí está nuestra esperanza. Esta es nuestra certeza. Amigos, amigas: Tras la oscuridad del Viernes Santo, llega la luz radiante del Domingo de Resurrección. Como una semilla que germina en la tierra, la esperanza renace en nuestros corazones, transformando el dolor en alegría y la tristeza en esperanza. La Resurrección nos recuerda que la vida siempre triunfa sobre la muerte, que la esperanza es un camino que nos guía hacia la luz. Como nos enseña el papa Francisco “ante la muerte, donde parece que todo acaba, se recibe la certeza de que, gracias a Cristo, a su gracia, que nos ha sido comunicada en el bautismo, la vida no termina, sino que se transforma”.

Seguimos al Crucificado que Vive. Y porque está vivo, presente y real podemos encontrarnos con su amor. Con el mismo que hizo caminar a cojos, ver a ciegos, sanar a leprosos, acoger a pecadores. Él hoy sigue obrando milagros en tantos lisiados y paralíticos que nos acercamos a su vera para encontrar cobijo y apoyo junto a él. De él, el Viviente, brota la esperanza nueva que tanto necesitamos.

Como diría Cunqueiro, quizais nas súas palabras máis recónditas, sempre hai unha físgoa para a esperanza, para esa luz que vence á escuridade. Vigo, sabédelo, é a cidade da Luz. Que a Luz e a esperanza da Resurrección ilumine os nosos camiños e énchanos de paz e alegría. Feliz Semana Santa, Feliz Pascua, Feliz Viaxe de Esperanza. Moitas grazas.

+ Mons. Fernando García Cadiñanos

Obispo de Mondoñedo-Ferrol