Palabras de acción de gracias pronunciadas en el funeral del sacerdote Antonio Rodríguez Suárez.
En medio del dolor y la tristeza de estos días, muy posiblemente, todos los aquí presentes, así como aquéllos que no han podido venir hoy, nos hemos sentido invitados a entrar en lo profundo de cada uno para traer a la memoria los momentos compartidos con nuestro querido hermano don Antonio. Un sacerdote bueno y santo, como muchos dicen de él, y así lo hemos vivido.
De su mano entré en el Seminario y en su mano siempre me he sabido, como muchos de vosotros, todos vosotros. Recuerdo que un día, en vísperas a mi Ordenación sacerdotal, una época en la que don Antonio apenas respondía a estímulos, acudí a su presencia para recibir su bendición. Y allí estaba, postrado en aquella cama en la que vivió sus últimos y más profundos años de entrega sacerdotal. Pilar, su fiel hermana siempre a sus pies, me advirtió de que tal vez no respondería. Pero, para sorpresa de ambos, sacando fuerzas de donde no las hay, don Antonio extendió su mano. Y, con aquel gesto, pronunció una nueva entrega al Señor por amor a su Iglesia.
Así fue su vida. Así fue su ministerio. Una constante, callada, pero cada día más profunda, entrega al Padre, hasta su último aliento.
Vivió reconciliando/perdonando y, estoy seguro, murió reconciliado.
Hoy sólo cabe DAR GRACIAS. Entre lágrimas, es cierto. Pero gracias por la persona y ministerio de nuestro querido don Antonio, con la confianza de que ya descansa donde siempre estuvo: en el profundo silencio del Corazón vivo de Cristo, junto a Nuestra Madre y Señora.
Descansa en paz, querido Antonio. Tú, que hiciste de tu vida una continua intercesión en el silencio de la oración, no dejes de dirigirnos tu sonrisa tímida, pero confiada, y aquella mirada, que siempre quiso ser un fiel reflejo de la del Salvador.
Y vosotros, nosotros, familiares y amigos, Pilar… que la fe y la esperanza que nuestro hermano predicó y creyó iluminen las tinieblas entre las que él también hubo de caminar.
«¡Cuántas gracias a Dios!»